viernes, 19 de diciembre de 2014

¡Próximo cohete:LA NAVIDAD!

Hola amigos, que tal están.

A pasado ya algún tiempo desde la ultima vez que publique algo en el blog, lo siento se que no hay escusa, pero últimamente me han surgido muchas cosas interesantes -afortunadamente- y que entre otras cosas me han servido para darle una especia de vuelta a mi vida, algunas de ellas: una nueva vuelta hacia los estudios superiores que me han absorbido buena parte del tiempo que empleaba para escribir en este medio y otra el regreso a el mundo laboral aunque por poco tiempo, pero regreso siempre agradecido a los que por culpa del paro llevábamos mucho tiempo fuera de el..

Pero no se preocupen, no me he olvidado ni del blog ni de ustedes, así que que cada vez que me lo permita el tiempo iré publicando algunas cosas interesantes por aquí.
Bueno el año ha pasado volando y ya estamos otra vez en el ultimo mes del año, estos últimos días y como todos los años volvemos a engalanar nuestras casas y hacer preparativos para pasar esas ultimas fechas de estas fiestas tan especiales como lo son la Navidad,  en compañía de familiares y amigos ade los que por diversos motivos hemos estado alejados de ellos, y tratando de por lo menos y aunque sea por poco tiempo, tratar de limar asperezas y curar desencantos, para que de esta forma estas festividades y reuniones puedan ser de lo más especial, y como no, haciendo balance de un año que no ha terminado al final de ser tan bueno como nos decían y muchos esperábamos y necesitábamos que fuera, pero por favor que eso no merme nuestra ilusión y este año volvamos a desear desde el fondo de nuestros corazones que el próximo sea mejor que este y que se vean cumplidos nuestros mejores deseos, por lo menos los más urgentes, sobre todo a aquellos los que más lo necesiten.

Todos los años he querido publicar algo alegórico a la navidad, este año no he tenido tiempo la verdad para poder preparar algo para tan especial para estas fecha pero he querido y aprovechando el sentido de lo que representa la navidad: el de soñar y poder ver realizados nuestro sueños, que he querido hacer un humilde comentario y publicar una obra que desde niño significo mucho para mi y que trata precisamente de eso, de los sueños, de la capacidad de soñar y de poder ver los sueños realizados para felicidad propia y ajena.
Ayer antes de irme a dormir tuve la fortuna de encontrar navegando por Internet y específicamente por YouTube una olvidada joya de la época dorada de la televisión, de aquella de cuando escaseaba el color y con pocos recursos se hacían muy buenas cosas, cuando menos representaba más,  y todas esas carencias y deficiencias  se sustituían con muy buenas interpretaciones de partes de magníficos actores y guiones con argumentos muy bien elaborados.

La joya en cuestión de la que les hablo es un capitulo de un antiguo programa televisivo español que estuvo en el aire por allá en los mágicos años 60's, y dirigido por un excelente, creativo e innovador maestro del buen hacer de la televisión como lo fue el genial Narciso Ibáñez Serrador(Don Chicho para los amigos), quien llego a desempeñar con éxito varias facetas dentro del mundo de la TV de aquellos primeros años( creador entre otras cosas del genial uno, dos, tres...), ademas de ser productor cinematográfico, escritor, realizador, presentador y como el mismo se definía: un soñador.
Resulta que por aquellos años en la televisión  española el presentaba un programa de emisión semanal llamado Historias para no dormir, donde una vez cada siete días se daban cita originales historias de fantasía, terror y misterio llevadas a cabo por este talentoso realizador. Programa de TV que gozo de excelentes actuaciones de grandes artistas de la época que siempre estuvieron a la altura de lo exigido a nivel mundial en el mundo del teatro de calidad.  Entre los que destacaba el trabajo recurrente del genial Narciso Ibáñez Menta  -padre del creador del programa-  y apodado el hombre de las mil caras por su extraordinario poder de transformación para cada una de las interpretaciones que no fueron pocas. De su mano se dio vida a excelentes obras originales así como a  adaptaciones de grandes clásicos de las letras de la fantasia, el terror y del misterio, llevándolas de una manera sencilla y convincente hacia todo tipo de publico. Y especialmente había un genero literario que siempre le gusto a Narciso Ibáñez Serrador, uno que nunca ocultó y en el que inclusive participo escribiendo  sus propias historias y preparando algunas recopilaciones de los grandes maestros del genero. Podríamos decir  que fue uno de los primeros que abrió este genero en el idioma de Cervantes al mercado español e iberoamericano, y podría considerarse  el también como uno de los grandes padres y difusores del genero, me refiero a ese genero de la literatura especulativa que con lo años se ha hecho grande y reconocido, y en donde últimamente podemos encontrar casi de todo, nos referimos amigos a la literatura de Ciencia Ficción, y a la que yo por encima de todo yo preferiría referirme a el  como aquel genero literario que nos proporciona nuevos paradigmas y que nos ayuda a abrir la mente a nuevas y numerosas ideas en muchos nuevos campos de la ciencia y de imaginación, haciéndonos posible el soñar con todo aquello que puede ser posible, con todo aquello que quizás esta aun esta por venir.

Pues bien ayer por casualidad encontré en ese programa de televisión(1966) esa valiosisima joya, una adaptación de un muy famoso cuento de Ray Bradbury,  llevado de la mano de su director, aunque de una manera sencilla e ingenua, de una excelente  realización de parte de su Ibáñez Serrador y de una extraordinaria factura actoral llevada de la mano de tan solo unos pocos excelentes artistas de la interpretación entre los que destacaba su padre, creando en aquella oportunidad y para siempre,  un programa cargado de añoranza fútiles, de mucha ternura, de buena ciencia ficción y por sobre todo de mucha poesía audiovisual. Demostrando que a veces en la buena ciencia ficción, no siempre tiene que haber monstruos, héroes o grandes explosiones de láser y armas apocalípticas, también puede haber espacio para la buena poesía.

El cuento adaptado aquella noche para el programa no fue ni mas ni meno que el muy famoso relato de "El cohete" relato de una excelente prosa poética, donde el autor nos sumergía en un futuro posible y no muy distante  en un mundo lleno de multitud de grandes añoranzas,  expectativas y carencias, y donde por el amor y los buenos sentimientos, los protagonistas sacrificaban fortuna y ahorros para realizar uno de sus mas grandes sueños,  como lo era el volar en una de aquellas majestuosas naves de todas las noches podían observarse surcando los cielos desde su humilde vivienda.  Para los amantes del genero este siempre ha sido un relato perfecto, un cuento para la imaginación y  para los sueños donde el autor demostraba que inclusive entre las paginas de estos relatos fantásticos podía encontrarse excelente poesía, añoranza y promesas de sentimientos muy profundos.

Y me dio esta grata sorpresa, -la de encontrarme reunidos de esta manera a estos dos grandes creadores- la posibilidad de volver a recordar otra vez aquella primera vez en la que tuve mi primer contacto con este genero literario y no se si por casualidad o no pero recuerdo que para aquella ocasión, yo tendría 9 a 10 años quizás -la verdad no lo recuerdo exactamente-, y mi madre por motivo de ese cumpleaños y como me gustaba mucho leer - recuerden era una época en la que no teníamos videojuegos, móviles o Internet- me llevo recuerdo, a una excelente librería de las que existían en aquellos tiempos en Caracas, recuerdo se llamaba la librería Élite y no se si aun existirá, pero bueno estaba ubicada en la Avd. Francisco de Miranda, en la tranquila urbanización -para aquel entonces- de Chacao en ese país que sin darnos cuenta se nos ha ido, la pujante Venezuela de los años sesenta.
Allí dentro de aquel espacio dedicado a la cultura, todo lleno de anaqueles ocupados por todo tipo de libros de cualquier tamaño genero y color, me dejo a solas por unos momentos mi madre para que eleigiera en libertad el que más me gustara. Así que mire y mire toneladas de ellos y acabe eligiendo uno de aquellos por la sugerente ilustración de su portada y por su enigmático titulo, y recordando siempre las valiosas instrucciones de mi madre - Pedrín, que no sea muy caro por favor -,  así que en el que mis ojos quedaron prendados fue en un pequeño libro de bolsillo de editorial Bruguera titulado: Antología de Relatos de Ciencia Ficción seleccionados por Groff Conklin y prologada magistralmente por Narciso Ibáñez Serrador, nunca había oído hablar de eso ni sabia de lo que trataba pero aquella pequeña portada resulto como un hechizo para mis ojos de niño y me atrapo desde ese instante para siempre. Lo tome del anaquel donde se encontraba y llevándoselo le dije que este era el libro que quería. Ella lo tomo y lo estuvo viendo y hojeando durante un buen rato y me pareció verla dudar con respecto a lo misterioso del titulo, pero al final como toda buena madre que quiere siempre lo mejor para sus hijos, acepto y me lo compro, ella con algunos bolívares menos en su monedero y yo con el futuro de buenos ratos de lectura dentro de una pequeña bolsa de papel.

Aquel fue mi primer contacto con ese genero y recuerdo de esos días,  cada noche leer de un solo tirón cada una de aquellas historias y después al dormir me ponía a soñar con aquella capacidad que solo tiene los niños con aquello que había leído, y poco a poco me di cuenta de el numero infinito de posibilidades que se abrían a la imaginación con ese genero literario. Esto también de alguna manera me motivo a interesarme y sentir gran una curiosidad por la ciencia y por la tecnología, por tratar de comprender el mundo en el que vivia y a mirar con mas detalle el cielo, las estrellas y todo aquello misterioso y desconocido que podía haber allí.

Entre uno de los magníficos relatos que había en aquel libro y que ley muchas veces, se encontraba el que he querido traer a colación "El cohete" de ese desconocido para mi en aquel entonces, Ray Bradbury, y que al leerlo y despues de terminarlo me dije que si alguna vez podía llegar a escribir algo, me gustaría que pudiera ser parecido a lo que este señor hacia con las letras -era un niño aun y desconocía el arduo trabajo que implicaba aquello-,  combinando magistralmente la ciencia posible, la buena fantasía, con los sentimientos más profundos del ser humano y por sobre todas las cosas,  mucha poesía, en resumen eso es lo que encontré aquel día cuando me asome por vez primera a aquellas paginas, poesía desbordante y hermosa donde el autor en cada una de ellas llenaba nuestra alma de una congoja de sentimientos profundos y sinceros. Así fue como empece yo mi pasión por la ciencia ficción, y en ello sigo, y de vez en cuando me da por escribir relatos que abordan este genero y que he he publicado varios de ellos en algunos de mi blogs, y aunque muchas veces en las cosas que he realizado en algunos momentos he querido pensar que he rozado el umbral de poesía que irradiaba el maestro Bradbury, aun sigo en el intento, su arte es irrepetible e imitarlo imposible, pero me gusta soñar así que sigo en la carrera persiguiendo ese sueño y conformándome  con poder llegar a ser algún día por lo menos la mitad de bueno como lo pudo ser este gran maestro del genero.

Para todos aquellos que nunca lo han podido leer este sera mi regalo para estas navidades, espero que de verdad puedan disfrutarlo tanto como yo lo he hecho a lo largo de todos estos años, y solo les pido que por favor nunca dejen de soñar, uno nunca sabe -como le gustaba repetir al Sr Bodoni el protagonista de esta historia -  cuando podremos llegar a abrazar un sueño. Por eso les digo, nunca hay que dejar de soñar.

El cohete
[Cuento. Texto completo.]
Ray Bradbury


Fiorello Bodoni se despertaba de noche y oía los cohetes que pasaban suspirando por el cielo oscuro. Se levantaba y salía de puntillas al aire de la noche. Durante unos instantes no sentiría los olores a comida vieja de la casita junto al río. Durante un silencioso instante dejaría que su corazón subiera hacia el espacio, siguiendo a los cohetes.
Ahora, esta noche, de pie y semidesnudo en la oscuridad, observaba las fuentes de fuego que murmuraban en el aire. ¡Los cohetes en sus largos y veloces viajes a Marte, Saturno y Venus!
-Bueno, bueno, Bodoni.
Bodoni dio un salto.
En un cajón, junto a la orilla del silencioso río, estaba sentado un viejo que también observaba los cohetes en la medianoche tranquila.
-Oh, eres tú, Bramante.
-¿Sales todas las noches, Bodoni?
-Sólo a tomar aire.
-¿Sí? Yo prefiero mirar los cohetes -dijo el viejo Bramante-. Yo era aún un niño cuando empezaron a volar. Hace ochenta años. Y nunca he estado todavía en uno.
-Yo haré un viaje uno de estos días.
-No seas tonto -dijo Bramante-. No lo harás. Este mundo es para la gente rica. -El viejo sacudió su cabeza gris, recordando-. Cuando yo era joven alguien escribió unos carteles, con letras de fuego: El mundo del futuro. Ciencia, confort y novedades para todos. ¡Ja! Ochenta años. El futuro ha llegado. ¿Volamos en cohetes? No. Vivimos en chozas como nuestros padres.
-Quizá mis hijos -dijo Bodoni.
-¡Ni siquiera los hijos de tus hijos! -gritó el hombre viejo-. ¡Sólo los ricos tienen sueños y cohetes!
Bodoni titubeó.
-Bramante, he ahorrado tres mil dólares. Tardé seis años en juntarlos. Para mi taller, para invertirlos en maquinaria. Pero desde hace un mes me despierto todas las noches. Oigo los cohetes. Pienso. Y esta noche, al fin, me he decidido. ¡Uno de nosotros irá a Marte!
Los ojos de Bodoni eran brillantes y oscuros.
-Idiota -exclamó Bramante-. ¿A quién elegirás? ¿Quién irá en el cohete? Si vas tú, tu mujer te odiará, toda la vida. Habrás sido para ella, en el espacio, casi como un dios. ¿Y cada vez que en el futuro le hables de tu asombroso viaje no se sentirá roída por la amargura?
-No, no.
-¡Sí! ¿Y tus hijos? ¿No se pasarán la vida pensando en el padre que voló hasta Marte mientras ellos se quedaban aquí? Qué obsesión insensata tendrán toda su vida. No pensarán sino en cohetes. Nunca dormirán. Enfermarán de deseo. Lo mismo que tú ahora. No podrán vivir sin ese viaje. No les despiertes ese sueño, Bodoni. Déjalos seguir así, contentos con su pobreza. Dirígeles los ojos hacia sus manos, y tu chatarra, no hacia las estrellas...
-Pero...
-Supón que vaya tu mujer. ¿Cómo te sentirás, sabiendo que ella ha visto y tú no? No podrás ni mirarla. Desearás tirarla al río. No, Bodoni, cómprate una nueva demoledora, bien la necesitas, y aparta esos sueños, hazlos pedazos.
El viejo calló, con los ojos clavados en el río. Las imágenes de los cohetes atravesaban el cielo, reflejadas en el agua.
-Buenas noches -dijo Bodoni.
-Que duermas bien -dijo el otro.
Cuando la tostada saltó de su caja de plata, Bodoni casi dio un grito. No había dormido en toda la noche. Entre sus nerviosos niños, junto a su montañosa mujer, Bodoni había dado vueltas y vueltas mirando el vacío. Bramante tenía razón. Era mejor invertir el dinero. ¿Para qué guardarlo si sólo un miembro de la familia podría viajar en el cohete? Los otros se sentirían burlados.
-Fiorello, come tu tostada -dijo María, su mujer.
-Tengo la garganta reseca -dijo Bodoni.
Los niños entraron corriendo. Los tres muchachos se disputaban un cohete de juguete; las dos niñas traían unas muñecas que representaban a los habitantes de Marte, Venus y Neptuno: maniquíes verdes con tres ojos amarillos y manos de seis dedos.
-¡Vi el cohete de Venus! -gritó Paolo.
-Remontó así, ¡chiii! -silbó Antonello.
-¡Niños! -gritó Fiorello Bodoni, tapándose los oídos.
Los niños lo miraron. Bodoni nunca gritaba.
-Escuchen todos -dijo el hombre, incorporándose-. He ahorrado algún dinero. Uno de nosotros puede ir a Marte.
Los niños se pusieron a gritar.
-¿Me entienden? -preguntó Bodoni-. Sólo uno de nosotros. ¿Quién?
-¡Yo, yo, yo! -gritaron los niños.
-Tú -dijo María.
-Tú -dijo Bodoni.
Todos callaron. Los niños pensaron un poco.
-Que vaya Lorenzo... es el mayor.
-Que vaya Mirianne... es una chica.
-Piensa en todo lo que vas a ver -le dijo María a Bodoni, con una voz ronca. Tenía una mirada rara-. Los meteoros, como peces. El universo. La Luna. Debe ir alguien que luego pueda contarnos todo eso. Tú hablas muy bien.
-Tonterías. No mejor que tú -objetó Bodoni.
Todos temblaban.
-Bueno -dijo Bodoni tristemente, y arrancó de una escoba varias pajitas de distinta longitud-. La más corta gana. -Abrió su puño-. Elijan.
Solemnemente todos fueron sacando su pajita.
-Larga.
-Larga.
Otro.
-Larga.
Los niños habían terminado. La habitación estaba en silencio.
Quedaban dos pajitas. Bodoni sintió que le dolía el corazón.
-Vamos -murmuró-. María.
María tiró de la pajita.
-Corta -dijo.
-Ah -suspiró Lorenzo, mitad contento, mitad triste-. Mamá va a Marte.
Bodoni trató de sonreír.
-Te felicito. Mañana compraré tu pasaje.
-Espera, Fiorello...
-Puedes salir la semana próxima... -murmuró Bodoni.
María miró los ojos tristes de los niños, y las sonrisas bajo las largas y rectas narices. Lentamente le devolvió la pajita a su marido.
-No puedo ir a Marte.
-¿Por qué no?
-Pronto llegará otro bebé.
-¿Cómo?
María no miraba a Bodoni.
-No me conviene viajar en este estado.
Bodoni la tomó por el codo.
-¿Es cierto eso?
-Elijan otra vez.
-¿Por qué no me lo dijiste antes? -dijo Bodoni incrédulo.
-No me acordé.
-María, María -murmuró Bodoni acariciándole la cara. Se volvió hacia los niños-. Empecemos de nuevo.
Paolo sacó en seguida la pajita corta.
-¡Voy a Marte! -gritó dando saltos-. ¡Gracias, papá!
Los chicos dieron un paso atrás.
-Magnífico, Paolo.
Paolo dejó de sonreír y examinó a sus padres, hermanos y hermanas.
-Puedo ir, ¿no es cierto? -preguntó con un tono inseguro.
-Sí.
-¿Y me querrán cuando regrese?
-Naturalmente.
Paolo alzó una mano temblorosa. Estudió la preciosa pajita y la dejó caer, sacudiendo la cabeza.
-Me había olvidado. Empiezan las clases. No puedo ir. Elijan otra vez.
Pero nadie quería elegir. Una gran tristeza pesaba sobre ellos.
-Nadie irá -dijo Lorenzo.
-Será lo mejor -dijo María.
-Bramante tenía razón -dijo Bodoni
Fiorello Bodoni se puso a trabajar en el depósito de chatarra, cortando el metal, fundiéndolo, vaciándolo en lingotes útiles. Aún tenía el desayuno en el estómago, como una piedra. Las herramientas se le rompían. La competencia lo estaba arrastrando a la desgraciada orilla de la pobreza desde hacía veinte años. Aquélla era una mañana muy mala.
A la tarde un hombre entró en el depósito y llamó a Bodoni, que estaba inclinado sobre sus destrozadas maquinarias.
-Eh, Bodoni, tengo metal para ti.
-¿De qué se trata, señor Mathews? -preguntó Bodoni distraídamente.
-Un cohete. ¿Qué te pasa? ¿No lo quieres?
-¡Sí, sí!
Bodoni tomó el brazo del hombre, y se detuvo, confuso.
-Claro que es sólo un modelo -dijo Mathews-. Ya sabes. Cuando proyectan un cohete construyen primero un modelo de aluminio. Puedes ganar algo fundiéndolo. Te lo dejaré por dos mil...
Bodoni dejó caer la mano.
-No tengo dinero.
-Le siento. Pensé que te ayudaba. La última vez me dijiste que todos los otros se llevaban la chatarra mejor. Creí favorecerte. Bueno...
-Necesito un nuevo equipo. Para eso ahorré.
-Comprendo.
-Si compro el cohete, no podré fundirlo. Mi horno de aluminio se rompió la semana pasada.
-Sí, ya sé.
Bodoni parpadeó y cerró los ojos. Luego los abrió y miró al señor Mathews.
-Pero soy un tonto. Sacaré el dinero del banco y compraré el cohete.
-Pero si no puedes fundirlo ahora...
-Lo compro.
-Bueno, si tú lo dices... ¿Esta noche?
-Esta noche estaría muy bien -dijo Bodoni-. Sí, me gustaría tener el cohete esta noche.
Era una noche de luna. El cohete se alzaba blanco y enorme en medio del depósito, y reflejaba la blancura de la luna y la luz de las estrellas. Bodoni lo miraba con amor. Sentía deseos de acariciarlo y abrazarlo, y apretar la cara contra el metal contándole sus anhelos.
Miró fijamente el cohete.
-Eres todo mío -dijo-. Aunque nunca te muevas ni escupas llamaradas, y te quedes ahí cincuenta años, enmoheciéndote, eres mío.
El cohete olía a tiempo y distancia. Caminar por dentro del cohete era caminar por el interior de un reloj. Estaba construido con una precisión suiza. Uno tenía ganas de guardárselo en el bolsillo del chaleco.
-Hasta podría dormir aquí esta noche -murmuró Bodoni, excitado.
Se sentó en el asiento del piloto.
Movió una palanca.
Bodoni zumbó con los labios apretados, cerrando los ojos.
El zumbido se hizo más intenso, más intenso, más alto, más salvaje, más extraño, más excitante, estremeciendo a Bodoni de pies a cabeza, inclinándolo hacia adelante, y empujándolo junto con el cohete a través de un rugiente silencio, en una especie de grito metálico, mientras las manos le volaban entre los controles, y los ojos cerrados le latían, y el sonido crecía y crecía hasta ser un fuego, un impulso, una fuerza que trataba de dividirlo en dos. Bodoni jadeaba. Zumbaba y zumbaba, sin detenerse, porque no podía detenerse; sólo podía seguir y seguir, con los ojos cerrados, con el corazón furioso.
-¡Despegamos! -gritó Bodoni. ¡La enorme sacudida! ¡El trueno!-. ¡La Luna! -exclamó con los ojos cerrados, muy cerrados-. ¡Los meteoros! -La silenciosa precipitación en una luz volcánica-. Marte. ¡Oh, Dios! ¡Marte! ¡Marte!
Bodoni se reclinó en el asiento, jadeante y exhausto. Las manos temblorosas abandonaron los controles y la cabeza le cayó hacia atrás, con violencia. Durante mucho tiempo Bodoni se quedó así, sin moverse, respirando con dificultad.
Lenta, muy lentamente, abrió los ojos.
El depósito de chatarra estaba todavía allí.
Bodoni no se movió. Durante un minuto clavó los ojos en las pilas de metal. Luego, incorporándose, pateó las palancas.
-¡Despega, maldito!
La nave guardó silencio.
-¡Ya te enseñaré! -gritó Bodoni.
Afuera, en el aire de la noche, tambaleándose, Bodoni puso en marcha el potente motor de su terrible máquina demoledora y avanzó hacia el cohete. Los pesados martillos se alzaron hacia el cielo iluminado por la luna. Las manos temblorosas de Bodoni se prepararon para romper, destruir ese sueño insolentemente falso, esa cosa estúpida que le había llevado todo su dinero, que no se movería, que no quería obedecerle.
-¡Ya te enseñaré! -gritó.
Pero sus manos no se movieron.
El cohete de plata se alzaba a la luz de la luna. Y más allá del cohete, a un centenar de metros, las luces amarillas de la casa brillaban afectuosamente. Bodoni escuchó la radio familiar, donde sonaba una música distante. Durante media hora examinó el cohete y las luces de la casa, y los ojos se le achicaron y se le abrieron. Al fin bajó de la máquina y echó a caminar, riéndose, hacía la casa, y cuando llegó a la puerta trasera tomó aliento y gritó:
-¡María, María, prepara las valijas! ¡Nos vamos a Marte!
-¡Oh!
-¡Ah!
-¡No puedo creerlo!
Los niños se apoyaban ya en un pie ya en otro. Estaban en el patio atravesado por el viento, bajo el cohete brillante, sin atreverse a tocarlo. Se echaron a llorar.
María miró a su marido.
-¿Qué has hecho? -le dijo-. ¿Has gastado en esto nuestro dinero? No volará nunca.
-Volará -dijo Bodoni, mirando el cohete.
-Estas naves cuestan millones. ¿Tienes tú millones?
-Volará -repitió Bodoni firmemente-. Vamos, ahora vuelvan a casa, todos. Tengo que llamar por teléfono, hacer algunos trabajos. ¡Salimos mañana! No se lo digan a nadie, ¿eh? Es un secreto.
Los chicos, aturdidos, se alejaron del cohete. Bodoni vio los rostros menudos y febriles en las ventanas de la casa.
María no se había movido.
-Nos has arruinado -dijo-. Nuestro dinero gastado en... en esta cosa. Cuando necesitabas tanto esa maquinaria.
-Ya verás -dijo Bodoni.
María se alejó en silencio.
-Que Dios me ayude -murmuró su marido, y se puso a trabajar.
Hacia la medianoche llegaron unos camiones, dejaron su carga, y Bodoni, sonriendo, agotó su dinero. Asaltó la nave con sopletes y trozos de metal; añadió, sacó, y volcó sobre el casco artificios de fuego y secretos insultos. En el interior del cohete, en el vacío cuarto de las máquinas, metió nueve viejos motores de automóvil. Luego cerró herméticamente el cuarto, para que nadie viese su trabajo.
Al alba entró en la cocina.
-María -dijo-, ya puedo desayunar.
La mujer no le respondió.
A la caída de la tarde Bodoni llamó a los niños.
-¡Estamos listos! ¡Vamos!
La casa estaba en silencio.
-Los he encerrado en el desván -dijo María.
-¿Qué quieres decir? -le preguntó Bodoni.
-Te matarás en ese cohete -dijo la mujer-. ¿Qué clase de cohete puedes comprar con dos mil dólares? ¡Uno que no sirve!
-Escúchame, María.
-Estallará en pedazos. Además, no eres piloto.
-No importa, sé manejar este cohete. Lo he preparado muy bien.
-Te has vuelto loco -dijo María.
-¿Dónde está la llave del desván?
-La tengo aquí.
Bodoni extendió la mano.
-Dámela.
María se la dio.
-Los matarás.
-No, no.
-Sí, los matarás. Lo sé.
-¿No vienes conmigo?
-Me quedaré aquí.
-Ya entenderás, vas a ver -dijo Bodoni, y se alejó sonriendo. Abrió la puerta del desván-. Vamos, chicos. Sigan a su padre.
-¡Adiós, adiós, mamá!
María se quedó mirándolos desde la ventana de la cocina, erguida y silenciosa. Ante la puerta del cohete, Bodoni dijo:
-Niños, vamos a faltar una semana. Ustedes tienen que volver al colegio, y yo a mi trabajo -tomó las manos de todos los chicos, una a una-. Escuchen. Este cohete es muy viejo y no volverá a volar. Ustedes no podrán repetir el viaje. Abran bien los ojos.
-Sí, papá.
-Escuchen con atención. Huelan los olores del cohete. Sientan. Recuerden. Así, al volver, podrán hablar de esto durante todas sus vidas.
-Sí, papá.
La nave estaba en silencio, como un reloj parado. La cámara de aire se cerró susurrando detrás de Bodoni y sus hijos. Bodoni los envolvió a todos, como a menudas momias, en las hamacas de caucho.
-¿Listos? -les preguntó.
-¡Listos! -respondieron los niños.
-¡Allá vamos!
Bodoni movió diez llaves. El cohete tronó y dio un salto. Los niños chillaron y bailaron en sus hamacas.
-¡Ahí viene la Luna!
La Luna pasó como un sueño. Los meteoros se deshicieron como fuegos de artificio. El tiempo se deslizó como una serpentina de gas. Los niños gritaban. Horas más tarde, liberados de sus hamacas, espiaron por las ventanillas.
-¡Allí está la Tierra! ¡Allá está Marte!
El cohete lanzaba rosados pétalos de fuego. Las agujas horarias daban vueltas. A los niños se les cerraban los ojos. Al fin se durmieron, como mariposas borrachas en los capullos de sus hamacas de goma.
-Bueno -murmuró Bodoni, solo.
Salió de puntillas del cuarto de comando, y se detuvo largo rato, lleno de temor, ante la puerta de la cámara de aire.
Apretó un botón. La puerta se abrió de par en par. Bodoni dio un paso hacia adelante. ¿Hacia el vacío? ¿Hacia los mares de tinta donde flotaban los meteoros y los gases ardientes? ¿Hacia los años y kilómetros veloces, y las dimensiones infinitas?
No. Bodoni sonrió.
Alrededor del tembloroso cohete se extendía el depósito de chatarra.
Oxidada, idéntica, allí estaba la puerta del patio con su cadena y su candado. Allí estaban la casita junto al agua, la iluminada ventana de la cocina, y el río que fluía hacia el mismo mar. Y en el centro del patio, elaborando un mágico sueño se alzaba el ronroneante y tembloroso cohete. Se sacudía, rugía, agitando a los niños, prisioneros en sus nidos como moscas en una tela de araña.
María lo miraba desde la ventana de la cocina.
Bodoni la saludó con un ademán, y sonrió.
No pudo ver si ella lo saludaba. Un leve saludo, quizá. Una débil sonrisa.
Salía el sol.
Bodoni entró rápidamente en el cohete. Silencio. Todos dormidos. Bodoni respiró aliviado. Se ató a una hamaca y cerró los ojos. Se rezó a sí mismo. "Oh, no permitas que nada destruya esta ilusión durante los próximos seis días. Haz que el espacio vaya y venga, y que el rojo Marte se alce sobre el cohete, y también las lunas de Marte, e impide que fallen las películas de colores. Haz que aparezcan las tres dimensiones, haz que nada se estropee en las pantallas y los espejos ocultos que fabrican el sueño. Haz que el tiempo pase sin un error."
Bodoni despertó.
El rojo Marte flotaba cerca del cohete.
-¡Papá!
Los niños trataban de salir de las hamacas.
Bodoni miró y vio el rojo Marte. Estaba bien, no había ninguna falla. Bodoni se sintió feliz.
En el crepúsculo del séptimo día el cohete dejó de temblar.
-Estamos en casa -dijo Bodoni.
Salieron del cohete y cruzaron el patio. La sangre les cantaba en las venas. Les brillaban las caras.
-He preparado jamón y huevos para todos -dijo María desde la puerta de la cocina.
-¡Mamá, mamá, tendrías que haber venido, a ver, a ver Marte, y los meteoros, y todo!
-Sí -dijo María.
A la hora de acostarse, los niños se reunieron alrededor de Bodoni.
-Queremos darte las gracias, papá.
-No es nada.
-Siempre lo recordaremos, papá. No lo olvidaremos nunca.
Muy tarde, en medio de la noche, Bodoni abrió los ojos. Sintió que su mujer, sentada a su lado, lo estaba mirando. Durante un largo rato María no se movió, y al fin, de pronto, lo besó en las mejillas y en la frente.
-¿Qué es esto? -gritó Bodoni.
-Eres el mejor padre del mundo -murmuró María.
-¿Por qué?
-Ahora veo -dijo la mujer-. Ahora comprendo. -Acostada de espaldas, con los ojos cerrados, tomó la mano de Bodoni-. ¿Fue un viaje muy hermoso?
-Sí.
-Quizás -dijo María-, quizás alguna noche puedas llevarme a hacer un viaje, un viaje corto, ¿no es cierto?
-Un viaje corto, quizá.
-Gracias -dijo María-. Buenas noches.
-Buenas noches -dijo Fiorello Bodoni.

Les dejo también el link de ese programa por si prefieren conocer el relato de esta manera:
Historias para no dormir (1966)TVE, Narciso Ibáñez Serrador, "El Cohete", basado en el cuento de Ray Bradbury

El cohete -Ray Bradbury- Historias para no dormir- TVE 1966

Y como no quería dejar de hacerlo, y como ha sido tradición para estas fechas desde que comencé a escribir en el blog y como humilde presente para mis fieles lectores, también he querido publicar un cuento de fantasía y ficción escrito expresamente para esta ocasión tan especial como lo es la celebración de las Navidades.
Espero les guste el cuento, lo he querido llamar:

                                              Próximo cohete: La Navidad

Cuando evoco mi niñez como uno de los fundadores de la primera colonia científica en la fría y nevada Europa, por aquellos días uno de prometedores y enigmáticos satélites del planeta Júpiter, recuerdo la verdad que fue muy dura. Llegue allí con algo más de cuatro años y fui uno de los primeros seres humanos que nació camino hacia el infinito, arrullado quizás por nanas siderales y por coros de estrellas. En especial recuerdo mis primeros cuatro años de vida en allí, aunque para mí fue una experiencia dura, no lo fue tanto como para los mayores, entre los que se encontraban mis padres, siempre ocupados en algo que hacer, en algo que terminar. Pues así pase aquellos primeros años maravillado por tantas cosas nuevas y desconocidas que mi infantil e incansable curiosidad me hacía ir descubriendo a cada instante sin dejar algún lugar ni tiempo alguno para el aburrimiento y posando el universo -cual cómplice silencioso- ante  mi mirada infantil, mil y una maravillas ocultas a los ojos de los demás, cosas que solamente con los ojos de la infancia y de la inocencia llegamos a ver.

Europa,  una gigantesca bola de nieve blanca y reluciente de agua e hidrocarburos. Promesa de recursos utilizables y explotable por el ser humano, y fuente de esperanza como una de las más grandes candidatas con mayor número de posibilidades de encontrar vida animal en nuestro pequeño universo conocido.

A eso se dedicaban mis padres, ambos crio-biólogos que durante esos primeros y difíciles años de nieves continuas, gélidas tormentas, y frío, mucho frío, buscaron afanosamente todos los días la más mínima señal de ella, trabajo al que le dedicaron todas sus mejores ánimos y energías  sin importarles estar  aislados durante incontables horas en aquellos  incómodos  y  frágiles trajes, -última tecnología en supervivencia  que los mantenía atados a la vida-  cada vez que salían al duro ambiente exterior y abandonaban la protección y amparo que proporcionaban  las gruesas paredes de hielo,  fibra de kevlar, carbono y poliuretano,  que constituían las paredes de nuestras particulares y pintorescas viviendas -modulares como todo lo empleado en el espacio- y que constituían nuestro laboratorio, invernadero, cocina, enfermería, taller, salones, depósitos y nuestras habitaciones, en fin todo aquello a lo que cariñosamente y que con el paso de la soledad y los años habíamos llegado a llamar nuestro hogar, la “Colonia”.

Una chispa de vida que metro a metro de ininterrumpida perforación en aquellas kilométricas capas de hielo que constituían la corteza del satélite,  y que recubrían un océano de agua salada en la que se pensaba podía albergarse la vida, la que persistía en mantenerse oculta, en no dejarse mostrar todavía, con el temor que manifiestan todas  las cosas nuevas por perder la  inocencia y  tranquilidad de una existencia en un mundo que hasta la fecha había sido solo para ella. Todos los adultos creían que había vida allí, en aquellas aguas oscuras debajo del grueso hielo, “solo era cuestión de tiempo y suerte” repetía siempre mi madre animosamente a mi padre cada vez que retornaba el taladro de sondeo con muestras estériles y que no arrojaban alguna luz de esperanza,  tiempo y suerte se repetía mientras me miraba cariñosamente y me revolvía el pelo, mientras trabajaban analizando multitud de ampollas llenas de aquel caldo oscuro y salado allí en la comodidad de la cálida estancia que conformaba el laboratorio.

Después del primer ciclo anual, uno de los animados geólogos polacos, el que siempre tenía espacio para las bromas y con el que se podía tener una buena conversación sin importar que fueras un  niño, propuso que le pusiéramos nombre a la colonia, así nos dijo nos identificaríamos más con ella y la haríamos más nuestra, así que gracias a Andrzej a partir de ese día,  y gracias quizás a alguna de las antiguas imágenes que conservaba  de los duros inviernos en su Polonia natal, que aquel lugar donde establecimos nuestra colonia paso  a llamarse  “Hibernia”, nombre que rápidamente fue aceptado por todos. Así se llamaría a partir de ese día nuestro nuevo hogar en Europa, “Hibernia” el eterno reino de nieve y  hielo.

Pocos meses después de nuestra llegada nació Luigi, y algún tiempo después lo hicieron Martha, Jhony  y Sophie. Poco a poco nuestro pequeño hogar en la blanca Hibernia comenzaba a hacerse más grande, nuevos módulos habitables se iban sumando a los que ya existían. Con cada nacimiento nuestra esperanza de éxito y supervivencia crecía, y lo mejor de todo para mí era que iban llegando nuevos  compañeros con los que poder jugar y compartir muchas cosas, verán no era muy agradable ser el único niño allí entre tantos adultos siempre ocupados en sus cosas, y por sobre todo en aquel lugar del espacio tan lejos de cualquier parte.

Como parte de nuestro proceso de aprendizaje, y al ir creciendo los otros niños, poco a poco v comenzaron a aparecer algunas antiguas tradiciones y costumbres humanas. Se creó una especie de pequeña escuela en el interior de uno de los grandes invernaderos de paneles traslucidos de resistente policarbonato.  Allí aprendimos a leer y a tener nuestras primeras incursiones con los números, la matemática y la ciencia, gracias a la paciente labor de Marissa y Estela, psico-educadoras en los que recaía la importante labor de educar a las nuevas generaciones que  perpetuarían  el éxito de la colonia. Gracias a ellas pudimos conocer antiguos cuentos y leyendas infantiles y fuimos instruidos -gracias al incansable afán de la mayoría de los adultos que constituían para todos nosotros  una gran familia- en algunas de las más importantes tradiciones  de las diferentes culturas de la tierra, pero de entre todas ellas fue una sola la que destaco por sobre las demás, y la que  se anido fuertemente en nuestro inocentes corazones.  Esa fue la hermosa y festiva tradición de la navidad y de todo lo que ella representaba.  Y para nosotros los niños lo que más nos encantaba especialmente de ella, eran las hermosas y fantásticas historias de la existencia de unos seres mágicos y todopoderosos -distintos dependiendo de la región donde se celebrara la tradición- capaces de entregar de manera mágica y asombrosa, regalos una vez al año a todos aquellos niños que habían demostrado su buen comportamiento.   Estos personajes, dependiendo del lugar,  podían tener diferentes nombres, formas y orígenes. Siendo que en algunos lugares  podía ser un anciano bonachón, en otras tres mágicos reyes, mientras que en otros  un pequeño niño dios. Pero todas ellas tenían algo en común, todos aquellos personajes parecían venir de algún tipo de lugar mágico y desconocido, donde incansablemente y a lo largo de todo el año, todo un enorme ejército de laboriosos, animosos y mágicos seres, trabajaban para dejar a punto todos los regalos que ese día escogido, entregaría por todo el mundo y en una sola noche a todos aquellos que se lo merecían, niños y adultos por igual. Todo aquello en un lugar casi siempre escondido y lejano,  tierra de nieve e invierno eterno, muy parecido al lugar en donde nosotros vivíamos. Ya lo sé, eran tan solo leyendas, pero nosotros éramos tan solo unos niños y gracias a aquellas historias comenzamos también nosotros a soñar que quizás a algún día, ese ser llegaría allí a Hibernia,  para dejarnos nuestros regalos, y que cuando llegara sabríamos que  ese día habría llegado la navidad.

Poco a poco todos fuimos creciendo y yo comencé  a compartir mi tiempo en la escuela con la realización de pequeñas labores de trabajo en los invernaderos.  Me ocupaba de revisar que nunca le faltara agua ni fertilizantes a nuestros cultivos, muy importantes para todos en la colonia porque  gracias a ello teníamos asegurada nuestra existencia allí, y puedo decir con orgullo que a mis siete años me podía considerar todo un experto en el cultivo de crucíferas, solanáceas, amarilidáceas, maíz, arroz, trigo y algunos cítricos, hortalizas,  que se habían podido adaptar de manera exitosa gracias a los cuidados y a la tecnología, a aquellas  condiciones tan especiales,  “buena mano”  lo llamaba mi padre, viéndolos a ellos como dedicados biólogos e iniciados en los ancestrales secretos de la agricultura, ya sabía de donde tenía de heredar las mañas y las hechuras en el manejo de semillas, riegos y otras artes del campo. Con el tiempo también aprendimos a criar pequeñas colonias de algunos animales de granja. Embriones debidamente conservados para resistir las condiciones de tan arduo viaje pudieron desarrollarse y fue así como en pocos años tuvimos entre nuestras filas a gallinas, cerdos enanos, cabras, gansos y algunos enormes peces que eran cuidados con mimo en enormes tanques llenos de agua dispuestos para tal fin. Europa influía de alguna manera misteriosa y que aún no habíamos  podido comprender en la fisiología de las especies acuáticas. Allí todos los peces llegaban a tener un tamaño enorme,  recuerdo especialmente una de las pequeñas truchas con los años llego a tener el tamaño de lo que los adultos llamaban un pequeño tiburón, “El gran glotón” le dieron por nombre. Y gracias también a los adelantos técnicos y al trabajo del equipo de los genetistas, llegamos a tener media decena de buenos y cariñosos perros de raza Husky  y algunos gatos de amarillo y grueso pelaje.

Durante esa parte de nuestra infancia, y hasta no tener el tamaño necesario para ponernos nuestro primer traje espacial y así poder salir al exterior, tuvimos que pasar aquellos  días jugando y haciendo todo un sinfín de actividades bajo el abrazo de confort y seguridad que nos proporcionaban los gruesos muros de nuestras cada vez más, numerosas edificaciones. Fue así como a través de las trasparentes ventanas de policarbonato veíamos a nuestro padres más allá de los límites de la colonia, entretenidos en mil y una tareas, y podíamos ver todo aquella enormidad de aquel majestuoso  paisaje eternamente nevado, y mecido por constantes y gélidas ventiscas, abonando en nuestra mentes infantiles  cada uno de aquellos lejanos rincones de sombra y luz, la idea de que allá afuera, en cualquier lugar podía estar escondido aquel bondadoso, gordo y bardado personaje, infundado en un particular y llamativo traje rojo, fabricando regalos y juguetes para nosotros, esperando tan solo que llegara ese día especial, el día de navidad para entonces venir volando quizás en algún hermoso y mágico cohete desde ese lugar desconocido, para dejarnos mientras dormimos aquellos regalos junto a nuestras camas. Y así entre clases trabajos y juegos nosotros cada día nos íbamos a nuestras camas y al acostarnos cerrábamos nuestros ojos pero no para dormir, lo hacíamos para poder soñar con que para nosotros también algún día ese día llegaría, y para nosotros  ese día seria navidad.
Cuando cumplí ocho años y medio había crecido mucho -quizás efecto de la gravedad en aquel lugar- y  tuve el tamaño suficiente para ponerme mi primer traje espacial y poder salir al exterior. Aún recuerdo ese día, yo dando mis primeros pasos de la manos de mis padres, la sensación sorda que producía el pisar aquella nieve silenciosa bajo la gruesa suela de mis botas, el poder correr y tirarme resbalando sobre aquella escurridiza y blanca superficie. Los grandes copos de nieve cayendo sobre mis casco y la sensación que producía la visión de aquella  nítida, prístina e impoluta atmósfera,  donde  a veces en aquellos días en los que no había ventiscas, se podía ver a lo largo de kilómetros infinitos de aquel congelado y mágico paisaje de nieves eternamente blancas, en los que se podía ver en algunas zonas dispersas al azar, curiosas manchas de variados colores, amarillas,  azules, ocres, verdes  y una gran cantidad de ellas en diferentes variaciones del rojo, todas ellas de brillos cristalinos y metálicos, que según la época del año le conferían al lugar la sensación de una geografía móvil, de un paisaje que se iba desplazando para consuelo y deleite de nuestros infantiles ojos, y para aumentar la sensación de lugar mágico y privilegiado,  iluminados por el espectacular brillo de la inmensa cantidad de micro satélites que orbitaban Júpiter al reflejar sobre ellos la incipiente luz del Sol, una parpadeante y lejana estrella que ocupaba apenas un pequeño punto de un oscuro horizonte cuajado de infinitos puntos de luz, y todo aquello aderezado por la fantasmal luz  de alguna de las numerosísimas auroras que se sucedían en la tenue atmósfera de Europa, haciendo de Hibernia un lugar verdaderamente único y especial.

Al poco tiempo y al comprobar mis padres y otros miembros del equipo que podía encargarme de pequeñas tareas  sin su supervisión, en mis ratos libres, que realmente eran pocos, mis padres me enseñaron  a revisar y ocuparme del mantenimiento  -el que realmente era poco ya que todo se hacía de forma automática- de una pequeña estación de transmisión y recepción de datos, cuya singular antena, a modo de paraguas enfocaba siempre automáticamente hacia un distante punto del infinito espacio oscuro,  La Tierra nuestro antiguo hogar, como lo llamaba mi padre, el lugar de donde habíamos venido.

 En aquella época nosotros no lo sabíamos pero en la colonia, en Hibernia, nuestra rutina empezó a cambiar, las cosas no estaban del todo bien, comenzaban a escasear suministros importantes y vitales para el mantenimiento de la colonia, y nuestros padres y los demás adultos comenzaron a preocupase por nuestra supervivencia, fue la época que recordamos como “El gran racionamiento”, donde todo tuvo que racionarse. En teoría cada dos años debería llegar un nuevo cohete con suministros, repuestos y nuevos colonos, pero después del tercer cohete, estos dejaron de llegar. Coincidió este periodo de escases con la tiempo en que  comenzaron a hablarnos de aquellas leyendas, quizás fruto de su secreto anhelo de que ocurriera la tan esperada llegada del siguiente cohete, a la espera de que ocurriese el tan esperadísimo milagro.

Las razones en aquel entonces nunca estuvieron muy claras, quizás la respuesta más lógica la tenían algunos de los astrónomos, según mediciones de las dispersas  partículas energéticas que llegaban a la superficie de Europa a través del viento solar, pudieron darse cuenta de que algo había desencadenado una actividad inusual en la actividad solar y quizás gigantescas tormentas electromagnéticas habían cortado todas las comunicaciones en ambos sentidos, otros quizás los más agoreros, intuían algún gran desastre ecológico o peor aun alguna gran guerra de proporciones mundiales, desafortunadamente para nosotros las comunicaciones nunca llegaron.

Todos los días mientras me ocupaba de la rutina de comprobar el estado de la estación, chequeando si alguno de los sensores indicaban la llegada de algún mensaje, pero no había suerte, solo podía encontrar luces rojas en todas aquellas sencillas consolas. Revisaba con mis pequeñas manos buscando en mi inocencia algún cable suelto a alguna tuerca floja, pero nada, sencillamente nadie nos llamaba desde casa. Así que sin  más nada que hacer, me sentaba sobre una pequeña loma y me quedaba allí mirando aquel horizonte a veces tornasolado por el efecto de las auroras  explorando con mis pequeños ojos el espacio oscuro de más allá del horizonte.  Imaginándome y soñando que quizás alguno de los titubeantes destellos de aquellas estrellas distantes podría ser tal vez la lejana estela de ese cohete  mágico en el que nuestro  esperado personaje, y  al que le habíamos puesto un nombre: “Santa” llegaba al fin. Pero nada, una y otra vez durante y a lo largo de interminables jornadas durante mis guardias en aquella estación de transmisión, nunca llegue a ver una sola de las tan esperadas luces verdes.

El tiempo seguía avanzando y aunque en Europa corría mucho más lento que en la Tierra,  aquí los años eran mucho más largos. Así pasaron los meses y llego el día de mi cumpleaños número nueve.  Allí en medio del gran salón, recuerdo haber celebrado mi fiesta con una gran torta de zanahorias hecha al completo con los alimentos cosechados en casa, incluido el chocolate, un derivado sintético por supuesto,  pero muy, muy  sabroso. Lo pasamos muy bien ese día, aparte de todos los niños que con la llegada de los gemelos Phillipe y Marceu, ya sumábamos  13, los adultos también estaban allí, por lo que para aquella celebración nos encontrábamos todos reunidos. Una de las nuevas costumbres que había nacido en Hibernia era que cada vez que había un cumpleaños nos reuníamos todos y dejábamos a los pocos robots que teníamos  que se encargaran de todas las tareas, la colonia estaba bien mantenida por lo que los trabajos siempre eran pocos. Ese día desafortunadamente no se encontraban todos, mi padre y otros miembros  del grupo estaban enfermos, llevaban varias semanas así y aunque los adultos no nos decían nada por no preocuparnos, se  podía traducir en la mirada que me dirigía mi madre cuando hablábamos del tema, la preocupación que ella sentía. En el mundo de los adultos se podía palpar la preocupación y la tensión que iban creciendo silenciosamente día a día. Nadie lo decía pero era ya una verdad que no necesitaba anteojos, todos comenzábamos a vernos delgados.  Cada día estábamos más flacos, nuestros suministros alimenticios ya no eran suficientes, necesitábamos vitaminas y otras medicinas, y también fertilizantes, poco a poco las cosechas comenzaban a rendir menos frutos volviéndose ser más escasas. Nadie lo decía, pero todo el mundo desde el fondo de su corazón fuera creyente o no, deseaba se produjera ese milagro y llegara de una vez el tan esperadísimo cohete de suministros.

Ese día al terminar la fiesta me fui a nuestra habitación y me senté en la cama al lado de mi padre. Me preocupaba verlo así tan enfermo, tan débil, pero él nunca me mostraba lo mal que podría sentirse y siempre procuraba sacar fuerzas de donde fuera para poder hablar conmigo. Me pregunto –recuerdo- cómo había estado la fiesta, quienes habían ido, que me habían regalado, en fin todas aquellas cosas que se le preguntan a un niño en un cumpleaños, y después de algunos momentos dedicados en proporcionar  todas esas respuestas ,  le volví a preguntar aquello que tanto para mí como para los otros niños se había vuelto ya una obsesión. 
–Papá, dime por favor cuando va a llegar la navidad- le pregunte más como una súplica que como una pregunta.
Y él me respondió como tantas otras veces, con una voz bastante cansada pero sin perder su sonrisa:
-Tranquilo hijo cada vez queda menos, no se decirte el día exacto, ya que eso nadie lo sabe, pero lo único que si puedo decirte es que el día en que veas  llegar al cohete, te puedo asegurar entonces que ese día será navidad- me decía mientras me revolvía el pelo con una de sus manos y volviendo a apoyar su cabeza en la almohada me decía:
-Anda ahora déjame solo un rato que me gustaría descansar y dile por favor a mamá que entre, y empujándome con sus enormes brazos hacia la puerta me decía: -venga ve a decírselo a tus amiguitos que ya falta poco para que llegue ese día- y yo tras llamar a mi madre, me iba raudo y veloz a compartir la noticia con los otros chicos.

Así fueron transcurrieron algunas semanas sin señales visibles de la recuperación de la salud por parte de mis padre y de los otros adultos enfermos,  y como una rutina impuesta por las necesidades, cada tres o cuatro días se repetía la misma escena y yo volvía a ser el portador de aquella especie de buena nueva fabulada y la que mis compañeros una y otra vez recibían esperanzados para que durante la noche de aquel día y mientras ellos y yo dormíamos, poder soñar con  que quizás mañana podría ser navidad.

El tiempo pasaba y el estado de mi padre seguía empeorando, y mi madre cada vez lucia más preocupada. Sucedió uno de esos días que  uno de los miembros del equipo de ingenieros desapareció, no lo volvimos a ver más, nos dijeron que se había ido a pasear a ver si encontraba el hogar de “Santa” y podía revisarle el cohete, a lo mejor estaba estropeado y él lo podía arreglar para que terminara de llegar y  trajera regalos para todos inclusive para los adultos también.  Nada más falso que aquello, años más tarde me entere que había muerto víctima de una infección, el pobre no pudo aguantar más la mal nutrición que comenzaba a asolarnos y la falta de algunas medicinas básicas. Su cuerpo sería el primero de un pequeño grupo de fallecidos a causa la enfermedad, que de manera silenciosa y secreta, siempre manteniendo el suceso oculto  de  nuestras miradas, estaba enterrado en uno de los numerosos y profundos pozos de sondeos de las primeras perforaciones.
Conforme pasaban los días cada vez me preocupaba más por mi padre. Todas las noches al acostarme pedía por él, para que se recuperara  y para que “Santa” nos trajera las medicinas que tanto necesitaban  el  y las otras personas que estaban enfermas.

Así fue transcurriendo el tiempo sin que el estado de mi padre mejorase, lo veía muy deteriorado y comenzaba a pensar que quizás no podría curarse nunca, y aquello me desanimaba mucho.  Recuerdo que uno de esos tristes días, cuando la desilusión comenzaba a minar el corazón y las ilusiones de todos los que vivíamos en Hibernia, y cuando ya tarde me disponía a regresar de mi ronda de vigilancia y mantenimiento en la estación, me pareció escuchar un ruido, cosa difícil a través del caso, pero la  verdad era que me había parecido oír algo parecido como un sonido metálico y repetido como de piezas de metal que se golpearan entre ellas, como un repiqueteo de campanas, pero como digo fue algo muy fugaz, cuando trate de prestar atención para ver de dónde venía, ya había desaparecido.  Decidí regresar sobre mis pasos y volver a la estación siguiendo en sentido contrario mis propias huellas en la nieve, pero cuando llegue y volví a revisar las luces de las consolas, mi ilusión desapareció, todas las luces eran rojas. Lo único que había allí que podía ver aparte de la antena y de las heladas consolas, eran aquellos muñecos que nieve que visita a visita había estado haciendo para no sentirme solo y que ahora como una pequeña banda silenciosa parecían otear por mí el horizonte en espera de que pasara el cohete,  de que ocurriera el milagro. Me quede entonces esperando allí, aguardando por si volvía a oír aquello, pero después de esperar un tiempo prudencial y luego de volver a revisar y comprobar que no había cambio alguno en las luces de las consolas decidí emprender nuevamente el camino y regresar a la colonia, me había demorado mucho tiempo y probablemente mis padres estarían preocupados.

Cuando iba a medio camino,  a mis espaldas comenzó a soplar una fuerte y fría ventisca,  y entre las ráfagas pude sentir como si el viento trajera entre sus entrañas,  un susurro que  parecía cabalgar en él. Agucé los sentidos y me pareció volver a oír aunque tan solo por un pequeño instante  aquel  animado repiqueteo de campanas y cascabeles, y también otro sonido, algo como una especie de profundo murmullo como un leve murmullo y  que me pareció reconocer como  alguna especie de  alegre y bondadosa risa, pero como había ocurrido antes, aquellos sonidos lejanos duraron tan solo un pequeñísimo instante para volver a desaparecer, así que luego de voltear y mirar en todas direcciones sin poder encontrar nada fuera de lo común, volvía a emprender mi camino de regreso a la colonia, se había hecho ya bastante tarde.

Esa noche después de comer y conversar con mis amiguitos, pude ver miradas de tristeza en algunos de ellos, miradas que se iban acumulando y repitiendo día a día, así que aquella noche acongojado por su pena me propuse algo que nunca había hecho antes,  decidí mentirles. Yo también estaba cansado por tanta espera y para ser  verdad ya me daba igual, ya no importaría  lo haría y así por lo menos esa noche serían felices y al acostarse podrían durante lo que durara su sueño, volver a soñar con todos los regalos que “Santa” les traería ese día, les dije entonces que se fueran a dormir, que allá afuera  mientras me encontraba en la estación de transmisión, había podido ver a lo lejos en el horizonte, la estela de luz que iba dejando un cohete a su paso y que probablemente sería él y que mañana si todo salía bien “Santa” ya estaría aquí. Me sentí culpable por ello, muy culpable en realidad por haberles mentido, sentía un nudo en la garganta y el peso de una piedra en el corazón, pero me dije que mañana seria otro día y ya vería como salir del problema, hoy por lo menos todos  dormirían felices.
Así que después de aquello me fui yo también a nuestra habitación y después de cambiarme y despedirme de mis padres y decirles el hasta mañana, me metí en la cama y  decidí dormir esa noche mirando a través de la ventana, vigilando,  esperando  la llegada de un milagro hasta que poco a poco mis ojos cansados de mirar tantas estrellas iba cerrándose por el cansancio y  sin darme cuenta me quedaba yo también profundamente dormido.

Esa noche soñé y tuve un sueño especial. Me parecía soñar que oía música, risas y el sonido de campanas y cascabeles, me encontraba solo en una enorme estancia toda llena de cajas de mil colores, luces brillantes y cantidades enormes de juguetes, los que semejaban enormes montañas, y de repente comenzaba a subir uno de aquellos enormes montones  que como una gigantesca montaña parecía desafiarme a que lo hiciera, y de pronto cuando después de mucho esfuerzo y cuando estaba a punto de llegar a la punta para alcanzar aquel juguete que tanto había llamado mi atención, un estilizado y rojo y plata cohete, que me resbalaba y comenzaba a caer velozmente de aquella montaña.

De pronto sentí un sobresalto y abrí los ojos sobresaltados y descubrí a mi madre y a mi padre que con lágrimas en los ojos me sacudían y me decían que mirara por la ventana, me restregué los ojos y descubrí asombrado la enorme claridad que procedía del exterior y que inundaba toda la habitación, me arme de valor y decidí mirar por la ventana para ver qué es lo que estaba pasando afuera, así que me alce y apoye las manos en el marco de aluminio que estaba frío y liso al tacto,  para  mirar mejor y de pronto al hacerlo, no podía creer lo que estaba ocurriendo.  

Allí afuera y  en el área dedicada para el aterrizaje y aparcado de los vehículos, aquel torrente de luz enceguecedora y la niebla que lo llenaba todo producida por el vapor del hielo al derretirse por una gigantesca llamarada no podía significar sino una sola cosa, el cohete, aquel cohete que durante tantos años habíamos estado esperando por fin  había llegado, no lo podía creer, el espectáculo y el estruendo de su llegada era mucho mayor que cualquier cosa que hubiera podido imaginar, después de tanto tiempo de espera por fin nuestro sueño se había hecho realidad.

Entre aquel estruendo y la algarabía de alegría de todos los miembros de la colonia aún recuerdo a mi padre que aunque enfermo y cansado estaba abrazándome fuertemente y entre lágrimas y risas de alegría y emoción me decía fuertemente una y otra vez al oído:

 ¡Feliz Navidad hijo mío, Feliz Navidad. !

Así es el recuerdo que yo tengo de aquel día tan especial. Grande, hermoso e imborrable como el de las cosas escritas a fuego en el alma, en el corazón, un recuerdo que durara para siempre, el de aquel especial día en que nosotros en nuestra lejana colonia de Hibernia y teniendo como telón de fondo el colorido y enorme contorno del planeta Júpiter, pudimos disfrutar realmente de nuestra primera navidad.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. Pero desde aquel día y en memoria de aquella falsa promesa de esperanzas que les di a mis pequeños compañeros en una noche de desesperanza, me jure que mantendría viva aquella tradición en la colonia y lo he cumplido,  después de todo este tiempo pasado y junto a la ayuda de otros entusiastas voluntarios esta se sigue manteniendo desde aquel día, sigue viva  y regresa cada año por estas fechas para gracia y alegría de las nuevas generaciones de cada año aumentan para felicidad de propios y extraños el número de miembros de nuestra prospera y gran colonia en aquel frío mundo, en nuestro nuevo hogar: “Hibernia”.

Con el tiempo las cosas volvieron a la normalidad y entre muchas cosas interesantes que sucedieron,  al final después de muchos años de arduo trabajo mis padres encontraron aquello por lo que habían venido a Europa, encontraron vida, y descubrimos con una agradable sorpresa que no estábamos solos después de todo en aquel lejano mundo.

Disculpen por la emoción del momento había olvidado presentarme, pues bien mi nombre es Klaus y desde hace mucho, mucho tiempo yo soy la Navidad.


¡Feliz navidad a todos!

                                                  ----------------- o ------------------


Amigos
Mis mejores deseos para todos en estas fiestas navideñas.
¡FELIZ NAVIDAD!

Hasta una próxima entrada.
Cuídense





1 comentario: